publicidad sexista


En esa fábrica de sueños que es la publicidad, sólo hay dos tipos de mujeres: las que se pasean por la vida medio en pelotas, gateando, restregándose, olisqueando, refrescándose en cataratas, subiendo escaleras mientras arrastran vestidos de larga cola y profundo escote; y las que van siempre en ropa cómoda, y empalman desayunos multitudinarios con limpiezas exhaustivas de enormes y blancas casas, y te dejan el uniforme de karateka como la patena, sin despeinarse.
Las primeras se ponen elixires mágicos, ungüentos (osea, lo que viene a ser colonias y cremas) para permanecer eternamente jóvenes y bellas (osea, lo que viene a ser escuálidas) y conseguir así, con su obviedad sexual, conquistar a ese Hombre, que las liberará para siempre de la eterna búsqueda y la desazón constante. Y les pagará las cremas, de paso.
Las segundas, se ponen ropa clara y maquillaje discreto, austeras pero elegantes, y limpian y cocinan y alimentan y cuidan y consuelan y acarician y sonríen y apagan la luz cuando todo el mundo se ha ido a la cama. Y consiguen, así, el amor de “los suyos”.
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